jueves, 29 de agosto de 2013

e2e4

De niño iba a un club de ajedrez. En el Palacio de Pioneros. Obviamente, hubiera preferido ir al de aeromodelismo, pero esos estaban salados.

En casa tenía fama de buen jugador, fama cimentada básicamente por aquella vez que le gané a Oribe Irigoyen. Cimiento algo vergonzante para un aficionado al ajedrez, ya que consistió en un "mate infantil" ("mate del pastor" en estos lares). Eso, y que solía ganarle a mi amigo K. Por otro lado, K. solía perder contra si mismo cuando jugaba al ajedrez solitario.

Yo juego al ajedrez.

En el club estaba en el pelotón. A veces ganaba, a veces perdía. No recuerdo mucho de las partidas. Una de la que recuerdo algo fue una vez que fue un maestro o gran maestro o algo a visitarnos, y jugó un simultáneo contra todo el club. Terminé en una situación entreverada e interesante, que incluía a mi personita haciendo combinaciones con ambas torres en una vertical abierta. Por supuesto el tipo se estaba divirtiendo conmigo, pero yo estaba muy orgulloso de mi partida. Lo que habla bien de él, quienquiera que haya sido.

El recuerdo más definido es de como perdía. Solía ser de golpe: de repente me daba cuenta que había perdido. La iba llevando bien, manejando el asunto, y en un momento dado lo veía: me habían madrugado y la situación no tenía salida. Y me daba cuenta de forma bastante madura: no era que me fueran dar mate ya ya ya, sino que la situación en la que me había metido no tenía chance y no lo vi venir.

Y esto lleva al segundo y principal episodio que recuerdo: en otra ocasión vino otro club de visitas. Niños como nosotros, yo no distinguía cuales eran "los míos" y cuales eran "los otros". A mi me tocó jugar contra una niña que tendría 2 o 3 años menos que yo, que a los 9 es un montón. Y me destrozó. Me desarmó de forma metódica e irresistible. Primero ganó el dominio de centro, después la iniciativa, después ganó ventaja en posición y la convirtió en ventaja en piezas. Esa partida fue como un ataque de pánico en cámara lenta. Siempre estaba una o dos movidas atrás. Estaba tan apabullado que no atiné a abandonar, y llegamos al jaque mate. Y yo ya estaba en el nivel donde no te hacen mate, sino que abandonas y reconoces la derrota. Si te hacen mate es porque te sorprendieron y es un acto humillante. Pero en este caso la forma moral de abandonar era llevar las cosas hasta el final. Cualquier otra cosa hubiera sido un acto de injusticia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Con el ajedrez aprendí que la repetición no es la madre de toda enseñanza. Mi hermano me ganó por semanas con los mismos movimientos, yo sacaba un peón, después el alfil y me hacia jaque mate. Un día se aburrió, me explicó lo que hacia y no jugamos mas al ajedrez.

xopxe dijo...

Anónimo, esa es una historia muy bella.